Así, sin más. Parece mentira. Y es que no deja de ser enigmático que esta fórmula, que trata de conjugar España e izquierda, estuviera vacante hasta ahora. Que estuviera inédita, por lo menos, desde la Transición.

En general, las izquierdas, se tragaron el cuento negrolegendario de la España despótica, de la identidad tiránica de España. De tal modo que el agiornamento democrático en España tenía, necesariamente, que dejar paso a los pueblos que habían estado sometidos a su yugo durante siglos (incluso milenios). España es, per se, antidemocrática. La realización de la democracia significa, por tanto, necesariamente la desaparición de España.

Pero esta visión dioscúrica de España y su relación con la democracia es, realmente, un producto muy circunstanciado del antifranquismo. Como afirma muy bien Álvarez Junco en su interesantísima Dioses útiles, "la cultura antifranquista no supo recuperar la tradición jacobina de la izquierda y actualizar el nacionalismo español para arrebatar el protagonismo a los nacionalismos periféricos".

Con algún matiz (tampoco hace falta caer necesariamente en el "nacionalismo español" para combatir el nacionalismo separatista), pero creo que es un diagnóstico acertado como explicación del divorcio entre las izquierdas posfranquistas y la idea de España. Se han tragado la ecuación de que España es igual a Franco.

En su obra La izquierda y la nación, el gran periodista, lamentablemente ya desaparecido, César Alonso de los Ríos hacía, de nuevo, esa observación y sugería (o más bien afirmaba con claridad) que la izquierda debiera volcarse, frente al nacionalismo romántico de tierra y sangre, en la recuperación de la tradición ilustrada y laica de "la nación de ciudadanos". Aunque, enseguida precisaba, sería un error "hacer de la nación una pura e irreprochable abstracción limpia de toda connotación sentimental".

Y es que, en efecto, la patria tiene unas circunstancias históricas y geográficas que no pueden ser abstraídas ni desconectadas en absoluto de un ámbito territorial. Los ciudadanos no lo son del mundo (de una irreal Cosmópolis), sino que la ciudadanía está vinculada a una plataforma territorial cuyos límites, lo que se llaman fronteras (categoría política por excelencia) vienen determinados por la historia.

Nosotros somos ciudadanos españoles, siendo aquí el adjetivo gentilicio lo verdaderamente sustantivo. Nadie es ciudadano, sin más (el apátrida es un concepto límite, como ficción jurídica, producto de los tratados internacionales, pero, en rigor no hay apátridas).

Pues bien, Izquierda Española es un nuevo partido, por lo que yo conozco, cuya vocación es la de conjugar, en forma de reivindicación y lucha política, España e izquierda. Y ello frente a las derechas nacionales, que, de algún modo, creen que esa conjugación es espuria por advenediza, inauténtica. Y también, sobre todo, frente a las izquierdas nacionales posmodernas, que creen que esa conjugación es un modo indisimulado (rojipardo) de ser de derechas.

Espero que sus líderes, con Guillermo del Valle y Javier Maurín a la cabeza, tengan la suficiente prudencia y tesón para que, en sus manos, esta conjugación sea lo suficientemente sólida para que llegue a los parlamentos y asambleas. Y, desde ahí, puedan sacar adelante un programa marcado, fundamentalmente por dos vectores de fuerza: la defensa, por un lado, de un Estado social fuerte desde el que combatir, por el otro, la amenaza de descomposición separatista.

Creo, francamente, que la suerte de España depende de que la conjunción izquierda y patria española tenga recorrido.